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martes, 10 de enero de 2017
lunes, 28 de septiembre de 2015
Apuntes para un conversatorio sobre la novela futurista
Lo
primero que pensé cuando me dijeron "futurismo" fue en la
corriente vanguardista de principios de siglo XX. Pero quizá no me equivoco
tanto, pues si algo es el futurismo, si algo era para ellos, es revolución.
Aquellos futuristas, aquel movimiento de vanguardia, alababan los cambios
tecnológicos, la rápidez de la sociedad. Para ellos el futurismo era en ese
mismo instante, no cien años después. Ellos vivían el futuro.
Yo llegué al futurismo por accidente, por así
decirlo. Desde el principio quería escribir una novela que fuera
una crítica a la sociedad como la veo. Siento que vivimos en una época de
gratificación inmediata: el placer a sólo un click. Si queremos ver porno,
entramos a cualquier página, seleccionamos cualquier video, en cinco segundos.
Podemos comprar ropa, libros, zapatos, sin salir de la casa, en un movimiento
de dedo. Bajar el nuevo disco de música de nuestro grupo favorito sin tener que
pagar un cinco. Nos hemos acostumbrados tanto al placer rápido, sin costo
alguno, que ahora nos parece algo común. No sabríamos qué hacer si nos lo
quitan. No estamos acostumbrados a lo difícil. Nos hemos vuelto adictos a esta
clase de gratificación: al consumo fácil, inmediato, gratis. Somos adictos al
sexo, a la violencia, a la ira, al placer. Somos adictos al internet.
Para escribir esta novela, entonces, utilicé elementos de
la ciencia ficción que podían ayudarme a crear mejor los imágenes que
necesitaba. Sin embargo, también usé elementos de otros géneros como el
surrealismo, lo absurdo, la fantasía, el terror, la "ficción rara"
(weird fiction), etc. Mi intención era no decir nunca cuándo se desarolla la
acción, ahora o más adelante, sino dejar entredicho que ésta podía ser en
cualquier momento. Incluso ahora.
Creo que toda novela de ciencia ficción comienza por un
gran "Y si". La mía también trata de responder a esa pregunta. ¿Y si
nosotros mismos fuéramos el Internet? ¿Cuál sería nuestro límite? La
deshumanización.
lunes, 14 de septiembre de 2015
Ciudad radiante, capítulo 1: Rodolfo
Entro al baño, me inclino sobre el
lavamanos, vomito sangre. La sangre es morada, casi negra. Abro el grifo,
dejo que el agua lave la sangre. La placa oscura que queda sobre el lavamanos
parece la
sombra de la marea sobre la arena. Junto las manos
bajo el chorro. Me echo un poco
de agua en los ojos, en la cabeza, en la boca. Froto las manos alrededor del
lavamanos para limpiarlo,
cierro la llave. Limpio
el exceso de agua
(de
sangre),
en la camisa. Salgo. Cierro la
puerta con cuidado de no hacer ruido, voy a la
cocina. El reloj del microondas marca las dos de la mañana. Saco un paquete de Rex de una
de las gavetas de la alacena,
me siento en una silla, enciendo un
cigarro. Mi esposa y mi hijo siguen dormidos. Tomo una taza del escurridor, echo la ceniza
adentro. Al terminar el cigarro enciendo otro. Pienso en mi esposa.
Exactamente: en el día en que nos casamos.
Ella había sido hermosa. Quiero decir:
ella se ve
hermosa con su vestido de bodas. El vestido es celeste. Yolanda está
embarazada. El niño
lo perderemos unos meses después, en un accidente de tránsito. No hace falta decir más sobre el
tema. Nos casamos en la oficina de un abogado, a escondidas de su familia. El título de “Licenciado en Derecho” cuelga en la
pared, tras el
escritorio, sobre un anaquel lleno de libros. Yo mismo estudio Derecho,
aunque nunca conseguiré más que un bachillerato. Tampoco es
necesario decir más sobre eso.
La única ventana en la oficina da a
un pequeño parqueo casi vacío. El auto está mal estacionado en uno de los campos. O quizá deba decir
nuestro. Nuestro carro, pues.
Llega otro, se parquea en el campo de la par. Al mismo
tiempo, Yolanda se inclina sobre la
mesa. Puedo ver
la parte de atrás de sus
muslos. Su mano es firme como el hierro. Me entrega la pluma: la tinta
es del mismo color que su vestido. Pienso: es una señal.
El abogado
recoge los papeles, los mete
en una carpeta.
La
carpeta va en un archivero. Nos dice, sin mirar a ninguno
de los dos: Muy bien. Todo muy bien. Nos tiende la mano, la estrecho. Rectifica: Ya están casados;
que sea un feliz matrimonio. Lo dice como si
alguno de los dos estuviera cumpliendo años; como si de pronto
esperara ver caer del techo un par de globos, una piñata. Sin dejar de sonreír nos acompaña a la
puerta, nos despide.
Mi esposa y
yo nos tomamos de la mano, bajamos las gradas. La luz de las bombillas es blanca: lo
iluminado tiene la
apariencia de ser nuevo. Llegamos a la planta baja, atravesamos unas puertas de
vidrio, nos dirigimos al carro. El cielo es celeste
porque ese día el mundo
es celeste. Abro la puerta
del pasajero,
Yolanda sube.
Doy la vuelta por la parte delantera. Nuestras miradas se buscan a
través del parabrisas. Subo. Introduzco
la USB, pongo reversa. Al echar para
atrás, golpeo con mi
retrovisor el espejo
lateral del otro carro estacionado a la par. ¡Mierda!, digo. Yolanda no dice nada.
Apago el motor, salgo. Los
alaridos de la alarma hacen trizas el silencio de todo el parqueo. Es un Toyota™. Observo un
rayón en el
costado del conductor.
Una de las
llantas traseras parece estar un poco baja. Un hombre pequeño, un poco
gordo, se
acerca corriendo. Su panza se mueve de arriba a abajo. Su
camisa conserva
una gran mancha amarilla bajo sus axilas, aunque el día no está particularmente caliente. Dice: Ay Dios mío, ay Dios mío. Extiendo
las manos en señal de disculpa. Le explico que he
arrancado uno de sus retrovisores. Él no
escucha. Dios mío, dice de
nuevo.
Prometo pagar por
el repuesto, los gastos del taller, lo que sea. El hombre inspecciona el
retrovisor como si sostuviera entre sus dedos uno de sus propios ojos. Mira el
costado del Toyota™,
dice:
¿Y el
rayonazo también? Y agita sus
brazos, me mira con furia. Respondo:
Ese rayón ya estaba
ahí, señor. Él dice una vez más: Ay Dios
mío. Yolanda nos sigue a través del cristal: para ella una película cómica en un idioma extranjero. Le ofrezco al
gordo esperar al tráfico si eso es lo
que quiere, pero el tipo no dice
nada. Mira el carro, me mira a mi. Parece no comprender bien de qué se trata
todo esto. Le digo:
Este mi es número de celular, mi compañía de seguros
se pondrá en contacto con usted. Y termino
con una palmada
en la espalda.
Vuelvo al
auto. Ingreso la USB,
abandono el parqueo. Por el retrovisor veo que el mae aún contempla su espejo, los vidrios rotos
sobre el pavimento. Doblo a la derecha, lo pierdo de vista. Yolanda no dice nada. Pone su
mano sobre mi rodilla,
me besa despacio un cachete. Estamos enamorados: nada de
lo que nos pueda pasar ahora o después quebrará este
sentimiento. Eso creo
entonces.
Alquilamos
un apartamento en Barrio Escalante. Un lugar pequeño, una
habitación, de
construcción reciente, bien iluminado. Yolanda se quita su
vestido, entra a la ducha. Su vientre apenas si comienza a mostrar la curvatura
del embarazo. Los calzones sobre el suelo muestran el camino hacia su
entrepierna. Yo también me quito la ropa,
entro al baño. Su pubis húmedo es un bosque en el cual ha llovido cinco minutos
antes. Sus uñas dibujan un mapa
en mi espalda.
Un día cualquiera, más de veinte años después, despierto. Vomito sangre oscura en
el lavamanos del baño de nuestra
casa hipotecada.
Permanezco
sentado en la cocina hasta que amanece. Fumo todos los cigarros. En algún momento me
levanto,
preparo café, bebo una taza.
A las seis de la mañana, Yolanda entra en la
cocina. Me dice: Buenos días, ¿has estado
fumando? ¿Estás bien? ¿Hace cuanto
estás acá sentado? Le digo que estoy bien; que no he podido dormir; que estoy
preocupado por algo del trabajo. Lo adorno con mi mejor sonrisa.
Me besa en la
frente, comienza a
preparar el desayuno. Me levanto,
voy al cuarto, me cambio de ropa. Me echo un poco
de colonia en el cuello para disimular que no me he bañado. Regreso a la
cocina.
Eugenio está sentado a la mesa: el uniforme de
colegio arrugado. Yolanda hace una mueca. Lo obliga a
quitarse la camisa, los pantalones. Saca
la plancha, alisa el
uniforme sobre el desayunador. Eugenio va el baño, se lava los
dientes. Al escucharlo escupir la pasta y enjuagarse, pienso de
nuevo en la sangre al fluir por la cañería. Yolanda coloca el uniforme
en el respaldar de una silla,
se sienta a comer.
Me lavo los
dientes, orino. Eugenio
me espera en el carro. Beso
a Yolanda, acaricio sus tetas flácidas
debajo del camisón. Me dice: Te amo. Te amo. Salgo de la
casa, subo al carro.
Eugenio ha puesto la música a todo
volumen. Una estación privada. Bajo la radio,
la ventanilla del carro. Él suspira en el asiento del pasajero, pero no dice nada. Yo tampoco.
Meto la marcha, abandonamos
el garaje. El cielo es limpio
como el día de mi matrimonio. Como el día en que
perdimos a nuestro primer hijo.
Tomo la autopista, luego la
vía express que
atraviesa
La Uruca. Hago fila
en la presa. Gracias a la nueva campaña de
amabilidad automotriz promovida por el Ministerio de Transportes, los
conductores sonríen estúpidamente detrás del volante. La campaña consiste en
reemplazar el aire acondicionado de los carros con óxido
nitroso. Atiborrar
las estaciones gubernamentales con música clásica o smooth
jazz. La gente cede su lugar
en la fila, ríe, se
saludan unos a otros. Ninguno
pelea. Nadie toca el pito.
Yo nunca prendo el aire acondicionado ni la radio.
Media hora
después estaciono
el carro en la entrada del colegio. Eugenio se baja, revienta la
puerta contra el carro. Siento ganas de salir, agarrarlo del cuello de su
camisa, pichasearlo.
Pero me contengo. Y no porque sea mi hijo: la verdad, no sé por qué. No quiero
hacer una escena.
Enciendo el carro de nuevo, conduzco a la
oficina. Un título de Bachiller en Derecho me
ha dejado una carrera de asistente legal. Un asistente legal no es nada más que un mensajero: un imbécil que se
dedica a entregar paquetes. El bufete queda en un edificio cerca de San José Norte. El
edificio lleva el nombre de algún
arquitecto europeo. Sobre la entrada, una pantalla plana dice: ¿Necesita un
abogado? ¡Llame a Volio y Asociados! Y seguido
un número de teléfono.
Entro al
parqueo, estaciono el carro en el primer campo que encuentro vacío: bastante lejos de las puertas del vestíbulo. Nada que hacer. Camino despacio por lo que parece
unos diez minutos. Si no fuera mensajero, no podría hacer otra cosa. No sirvo para
nada. No tengo otras habilidades. Tampoco la posibilidad de un ascenso a menos
que consiga mi Licenciatura. Pero nunca conseguiré una
Licenciatura. Supongo que
debería estar
agradecido. Por ejemplo: por el empleo,
por el campo, por el clima, por la sangre. No.
Entro al
vestíbulo. En
una de las esquina, un mostrador tallado en madera de cedro. Las paredes
adornadas con pinturas de reconocidos artistas nacionales. Todo costoso, patético, despreciable. Arte. Me acerco al
mostrador. La secretaria viste falda gris, tacones rojos, una blusa blanca. Su
nombre es Éricka. Éricka La
Mexicana no me soporta. Me ignora.
Evita hablarme o mirarme a los ojos. En las fiestas de la compañía se sienta junto
a mi
Yolanda: quiere descubrir lo verdaderamente repugnante que puedo
ser. Cualquier
cosa que justificara su desagrado. Para ella no es suficiente con ser una rata de
tercera clase.
Éricka me entrega unos
paquetes, me obliga a
firmar un documento.
Continua tecleando en su computadora. Sus ojos cerrados: los dedos presionan letras
invisibles sobre la madera del mostrador. A un lado, una delgada tabla de
madera sostiene unos ganchos de donde pende la USB de la Vespa. Tomo la llave, voy al casillero, me meto al baño. Durante un
segundo temo vomitar de nuevo, quiero decir: lo siento en mi garganta. Al
inclinarme sobre el lavamanos sólo es un poco de tos. Me lavo la cara, salgo de
nuevo al parqueo,
camino hacia la moto del mensajero.
La Vespa es roja. Tiene una
maleta en la parte de atrás para los
paquetes. No es mía:
sólo se me
permite usarla en horas de oficina. Y la gasolina corre por mi cuenta. Antes de
lanzar los paquetes en la maleta miro la dirección en la carátula: Tribunales de Justicia de Puntarenas. Subo a la moto
e introduzco la USB.
El motor hace un ruido como el de un estornudo, enciende. Me pongo en
marcha. Huyo del
parqueo, de los edificios. Conquisto la vía express hacia Caldera.
A ambos
lados de los carriles, los nuevos árboles mecánicos: el
invento de moda. Estos árboles son apenas unos postes grises con un poco de ramas.
Dos hojas verdes procesan el óxido de
carbono, lo convierten
en oxígeno. De camino mi paladar adquiere un sabor salado. Al toser empapo mi mano de un color rojo como el
vino, o como la Vespa.
Limpio la sangre en mi pantalón,
sigo conduciendo. Después huelo sal, arena, polución.
Los
edificios me reciben con una inclinación de sus cabezas. Varias personas juegan en la playa
con una bola de plástico. Ingreso a
la ciudad, busco un campo
vacío lo más cerca de
los Tribunales de Justicia. Encuentro uno dos cuadras antes del edificio, bajo una palmera
industrial. Apago la moto, agarro los
paquetes, camino a la
entrada del edificio. La fachada está llena de
graffitis aún no borrados.
Algunos son un eco de otros que he visto en San José. Uno dice:
Tribunales de Ju$ticia. Otro: Patri Rika. Otro:
Jzl1xnx k L30pxrdl’ 3r3s
En el vestíbulo descubro una exhibición de esculturas diminutas
fabricadas con productos Apple™. Más arte. Entro a una
pequeña oficina que dice: Entregas. Me recibe
una secretaria de unos 25 años, morena, piel oscura. Una R0xxx: una mujer
modificada. Sus piernas
cruzadas permiten
entrever sus muslos internos.
El liguero negro. La saludo: Hola. Y ella no me
responde. Saca un
cigarro electrónico, lo enciende. Me entrega
un pedazo de papel digital.
Coloco los paquetes sobre su escritorio, firmo el
entregado. Ella escribe algo, me lo entrega. Salgo.
Una ráfaga de arena me abofetea el
rostro. Siento el vómito
escalar por mi garganta.
Aprieto los
dientes, me lo trago de vuelta. El ácido quema mis cuerdas vocales. Es casi medio día, busco un restaurante. Invado un lugar abierto cerca de
donde he estacionado la moto. Me
siento en una mesa. El restaurante está casi vacío,
el mesero llega inmediatamente. Pido una Coca Cola,
una hamburguesa con queso,
dos cajetillas
de Rex.
Exijo al mesero que me traiga primero
los cigarros con un
encendedor. Él dice: Aquí no se
permite fumar, señor. Contesto: Sáqueme,
entonces. No lo hace.
La nicotina sabe
diferente. Inhalo el
humo. Que pueble los pulmones. Reprimo la tos, exhalo. La nube de humo
asciende hacia el techo, se desvanece tan pronto como
ha salido. Luego llega el mesero con la comida. Apago el
cigarro, como en
silencio. El hielo se deshace en seguida. La Coca adquiere cierto
sabor a sal que resulta imposible quitar de la lengua. La carne de la
hamburguesa está algo cruda. La lechuga, añeja. Omito
el último mordisco.
Me limpio la boca con una
servilleta, me levanto. Pregunto por
el baño. El
camarero me señala una
puerta al final de un corredor mal iluminado.
De nuevo
vomito sangre, esta vez con tanta fuerza que por un momento creo que también he vomitado mi hígado, mis pulmones, mierda. Me siento
en el inodoro, busco aire. Cuando me siento mejor, enjuago mi boca con
agua del tubo, con mi camisa. Comprendo
de inmediato que algo anda terriblemente mal conmigo. Me miro en el espejo: veo unos
ojos claros, asustados, amarillos. Para terminar, me echo un poco
de agua en la cara.
Salgo, pago mi comida. Camino con
dirección a la
playa.
Sobre la
arena, una banca. Me siento. Enciendo
otro Rex, pienso en mi vida. Cualquier
cosa que esté mal conmigo, quiero decir: adentro de mí, puede ser combatida, pero no derrotada. Lo sé. Me veo en la
oficina de un oncólogo, en la cama de un hospital. Mi familia a mi lado. Me veo sin
cabello, pero con una sonrisa: la mueca insoportable de un hombre seguro de contar con
unos cinco años más de vida.
El final siempre el mismo, inevitable: la muerte. Veo mi futuro
desenvolverse frente a mis ojos.
Y eso no es lo que quiero. A la mierda los hospitales, la
quimioterapia, los doctores. A la mierda la familia. Todos
fantaseamos con una muerte dramática: mi muerte
no tendría
ningún dramatismo. Es la muerte
un mediocre. Sin
sorpresas. Igual que
mi vida.
Camino hasta el
borde de la playa. La marea rompe a mis pies. Lanzo mi teléfono a las olas. Saco mi billetera
del bolsillo del pantalón: también la tiro al mar, lo más fuerte posible. Enciendo otro
cigarro, regreso a
la moto. Conduzco entre las calles en busca de un taller abierto. No es difícil encontrar uno, cualquiera. Es un sitio
oscuro, desordenado, sin
rótulo. Parqueo la moto adentro, me bajo. Un sujeto
sucio sale de una puerta a recibirme. Su rostro está lleno de
tatuajes, de piercings. El cabello tiene el color del cromo. Un NetPunk.
Le señalo la moto
con un gesto de mi cabeza. Le pregunto:
¿Cuánto me das por esto? El NetPunk me mira como si
no comprendiera mi idioma.
Mira la moto. Se acerca, toca el
volante, las llantas, el asiento. La olfatea. Insisto: Es del año, tiene algo
de kilómetraje,
pero aún está buena, es
urgente. El mae no dice
nada. Le tiendo la USB. Él enciende
el motor, escucha atentamente el sonido de la máquina. Ese lenguaje sí lo
comprende. Se limpia
las manos en la camisa, me dice:
Cinco millones de colones, en efectivo. Le
respondo: Bien. Es mejor
de lo que esperaba.
El NetPunk
ingresa a
una habitación pequeña. Al salir trae un
rollo de billetes en las manos. Le entrego la USB. Agarro los
billetes, los meto
en mi bolsillo. Nos despedimos igual que un par de extraños que no
se han visto nunca en la vida.
Deambulo
entre las calles buscando rótulos de
alquiler. Los edificios de apartamentos cercanos a la costa son
lujosos, caros. A medida que me adentro en la
ciudad, una ciudad no tan diferente a San José además, como una extensión o un apéndice o un
tumor, descubro barrios más pobres,
lugares escondidos, alamedas desgastadas con pocas personas. Es decir:
la ciudad olvidada por el futuro. Encuentro una casa un poco vieja, con un portón rojo, de donde han colgado un rótulo de "Se Halquila".
Debajo de la H, un número de teléfono. Lo memorizo. Entro a otro
restaurante, pido el teléfono con la excusa de haber
extraviado el mío. Llamo a la
gente del alquiler, saco una cita para ver el lugar en veinte minutos.
Espero frente al
portón. Llega un hombre
de unos cincuenta años. Es calvo. Me acerco, nos
estrechamos la mano como grandes amigos. Me pregunta el nombre, lo invento. Abre el portón, la puerta de la casa. Entramos.
Adentro descubro
un sillón, una
mesa, una refrigeradora, una cama individual. El hombre me explica que el lugar
está sin amueblar,
pero que por un poco más de dinero
al mes podría dejarme
los pocos utensilios alrededor. Pregunto: ¿Cuánto más
exactamente? Y él contesta: Quinientos
al mes, más el depósito, claro. Acepto. Pago el depósito más dos meses en efectivo. El hombre me
entrega las llaves.
Nos despedimos con un abrazo.
Con lo que
me sobra de dinero
compro una pequeña cocina de
gas, ropa, varias pastillas de L30. También compro comida, agua embotellada, muchos cigarros. Al
terminar de hacer las compras, apenas si me queda dinero en los bolsillos. Pienso: Tendré que
conseguirme un trabajo, si la situación llega a
menos. Una vez en
el apartamento, cierro las
cortinas, me acuesto
sobre la cama. Pienso
en Yolanda. Me
tomo una pastilla, ingreso a Internet.
Bajo una
aplicación para ocultar mi dirección IP. No quiero
que nadie me localice.
Mi
interfaz es
algo rudimentaria, lenta, pero sirve. Es como navegar en
un río lleno de
lodo. Ingreso a algunos sitios porno, busco entre
los videos alguno que me guste. Un pop up
se dispara de pronto para advertirme de los riesgos que un
virus representa a mi sistema neuronal. Blah, blah. Lo cierro. Selecciono
videos clásicos. Exploro aquellos
con Eva Angelina. Clickeo en uno donde ella se coge al esposo de su mejor
amiga. O cualquiera.
El nanochip
en mi cerebro recibe la estimulación: el pene se me endurece de inmediato.
Ni siquiera tengo que jalármela. Todo es automático. Me riego. Cierro el esfínter, me contengo. El actor obliga a Eva a
ponerse de rodillas. El semen cae. Empaña los
anteojos. Le ensucia las tetas. Yo también tropiezo sobre ella. Me siento más tranquilo, más calmado. Me desconecto. Por un
segundo es difícil recordar dónde me
encuentro. Qué hago. Volteo mi cabeza, vomito.
Observen: una mancha
de sangre sobre el colchón. Entro al baño, me ducho con
agua caliente.
Yolanda aún es virgen
cuando nos conocemos. Me dice
que ha tenido un par de novios, ninguno serio. La primera vez cogemos en la
habitación de un hotel de lujo. Ella tiembla como
una hoja al desvestirse, pero pronto agarra confianza. Experiencia.
Al principio es incómodo, pero el placer o el dolor
o la muerte no tardan en llegar. La mañana
siguiente descubro que hemos manchado las sábanas con sangre. Contemplo la cama
como si fuera la escena de un ritual, o tal vez un lienzo. Ella me mira asustada,
su cabello desordenado.
Me dice: Por
favor no se lo digás a mi papá, por favor. Contesto:
Claro que no. Pero quiero contárselo a todo el mundo. Lo seguiremos haciendo a
escondidas cada vez que podamos, como un
pecado, pero
ninguna será como esa primera vez, tan íntima, tan
prohibida. Mi pasado
(mi futuro),
es tan sólo una mancha de
sangre sobre el colchón.
Yolanda es alérgica a la L30. Una vez
ingresamos juntos a Internet para ver algo de porno, en pareja, pero ella se
vuelve paranoica, asustadiza. Le cuesta respirar. En el
hospital, el doctor nos explica que las células en su
cerebro se han enlazado de una manera diferente a su nanochip. En otras
palabras: ella está condenada a
utilizar conexiones WIFI.
Conexiones antiguas, arcaicas, sucias. Y eso no es seguro. Ese
día descubro
una sima entre nosotros: la intimidad que nunca podremos compartir.
Un hombre
sentado sólo en un
teatro, a
oscuras. Esta no es
su vida, sino la de alguien más. No es su muerte.
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